Por: David Frías (El Barón del Lado Oscuro)
Esa tarde el sol
estaba radiante pero agresivo, un calor que no tenía madre y las calles de
Santo Domingo hechas hoyos y zanjas, era la cirugía moderna y encarnizada del
metro.
También en la
mañana se había grabado en mi memoria la película sin guion ni pantalla, aquella
imagen cruda en la que un simple gusano de la basura se debatía luchando una y
otra vez contra un ejército de hormigas hambrientas, bobas para los humanos,
pero en su mundo subterráneo perfectas asesinas.
Volviendo a la
infernal tarde paradisíaca, la guagua en que yo iba se ha desviado por la
Tiradentes con Alma Mater, el olor de los viejos arboles, el transito
estudiantil de la Uasd y en un muro la imagen de mi amada embarazada (raro,
pero propenso a suceder). Felicidad efímera o pasajera, llevar en el asiento
del lado una bella rubia (tal vez promiscua, pero encantadora), su marcha justa
y repentina haber llegado a su destino. Sin pasar dos segundos se monta en el
vehículo una turba de gente, díganse entre ellos haitianos, viejas gordas,
militares y otros fenómenos de la sociedad civil, ¿dije fenómenos?, ¿verdad que
si? Lo que más intriga pudo haberme causado, fue aquel personaje que se sienta
justo en el mismo lugar en que estaba la rubia.
Era un hombre
alto y delgado, el típico mulato claro del Caribe y el reflejo explicito de una
sencillez magisterial. Además tenía una apariencia risueña que se reflejaba en
una tímida sonrisa infantil y femenina. Bajamos por la José Contreras hasta
detenernos en medio de un tapón en la intersección con Abraham Lincoln, frente
a una librería había un parque con aspecto de bosque en el cual estaba la
estatua de Abelardo Rodríguez Urdaneta (un mártir que agonizaba).
Aquella pieza de
bronce y níquel, parecía estar bañada en mermelada, pues en su centro se
agrupaban cientos de abejas hasta formar un enjambre. Desde el vidrio de la
ventana del autobús, señalo la excéntrica imagen y aquel individuo de una
manera risible, lanza una débil carcajada y se refugia en un matiz melancólico.
Al llegar a la
Correa y Cidrón, el hombre compra cuatro paquetes de galletas de coco, de las
de dos por cinco pesos. Sus dientes la trituran inmisericordemente, mientras el
cracking proveniente de su boca ensordecía mis delicados y agudos oídos.
Por fin me
detuve en la parada de la Independencia, casi llegando a la Núñez de Cáceres.
Abordé una Omsa del corredor Los Ríos (con aire acondicionado, ya que hay que
contradecir al clima), le pasé 10 pesos a la antipática cobradora, hasta
perderme en la multitud o mejor dicho en ese mar de estereotipos: Católicos,
ateos y evangélicos; Blancos, negros e híbridos; Greñuses y mujeres de todo
tipo, ¿verdad que he dicho mujeres? –Claro que sí, es relativo- . Sentada en un
asiento amarillo, hablaba más que un loro o una anciana de patio, casi
profesional y con un coro de lambones que no la soltaban en banda, dizque
adoraba a la virgen (aunque ella no era virgen, tal vez lo supe cuando mi
venenosa lengua rozó su vagina hedionda a orina de mono en uno de mis viajes
astrales materializándome como incubo), se confesaba con el reverendo, sin
embargo toda desgracia ajena le causaba gracia.
Era sinónimo de
lo que la cultura dominicana reconocía como “cuero”. Sus ojos claros y
saltarines me hipnotizaron hasta desterrarme del contexto. Una vez en Quita
Sueño de Haina el señor sonriente retornaba a su casa, a su barrio y a su razón
elemental. Se detiene en un colmado a ingerir cervezas, de repente llega una
especie de herbolario o vendedor naturista y este le compra una extraña miel
más dulce que la de Horacio Quiroga, elaborada en una zona rural de Guatemala
por una colonia de abejas asesinas, las cuales en el 2001 acabaron con la vida
de un infante en esa localidad.
Un par de grados
de alcohol y hormonas “himenópteramente” agresivas, encendieron su sangre como
candela y cada gota de adrenalina como agua hervida, sin pertenecer al orden
artiodáctilo en el vecindario todos le apodaban el venado, acompañado de la
popular frase de que nadie muere “motón”.
Al llegar a su
humilde vivienda techada de zinc, cuyos blocks de la base y la zapata los
edificó tras el tedioso y riguroso esmero de educar a un grupo de adolescentes rebeldes en el Liceo Unión
Panamericana y falsificar documentos, descubre que su esposa le era infiel con
un tíguere de por ahí mismo. Sin mediar palabras saca del gabinete de su cocina
un machete amolado y arremete contra los adúlteros, hasta dejarlos flotando en
un charco de sangre y dos vástagos en la orfandad (un varón de siete años y la
otra de tres). Puede decirse en la orfandad porque tras los barrotes él se
convierte en un muerto en vida.
Lo vi todo por
televisión y en el periódico pude leer la trágica noticia y ver su fotografía
portando esa sencillez que servía como disfraz de una virilidad errónea. Al otro día en el pavimento no se
podía ver ni un rastro de los restos del
gusano, ¿gano la contienda a las hormigas o lo llevaron a su cueva, adonde
serviría como alimento a la llegada del invierno?, la greda sellaba los huecos
de Leonel y Diandino, para dar a luz a los subway, y ya no habían tantas abejas
sobre el monumento, ni mucho menos chicas bellas en el transporte público,
solamente putas seniles con estrías y celulitis.
Sentenciado en
una helada y solitaria celda estaba él, recordaba el día que conoció a esa
mujer india y de pelo lacio, cuyo cuerpazo era envidiado hasta por las modelos
de pasarelas. La conoció en una discoteca, mientras bailaban al son de Zacarías
Ferreira, cuyas letras de sus canciones fueron la musa de su hazaña macabra.
Refugiado en Kant, Shaspeare, Baudelaire y Allan Poe, podía imaginarse de que
panal habían sacado la cera para fabricar los cirios y las velas con que
iluminaron los velorios de sus víctimas.
Soy libre como
una abeja, -gracias a Dios-, puedo volar picando de flor en flor y absorber el
néctar de los pezones de las chicas que me siguen, como aquella presumida del
autobús con aire, que sumerge un hisopo en la famosa miel de rosas para
lubricar su clítoris en nuestra coherente noche de sueños árabes. Por otro lado
él está ahí como un muzú o espantapájaros, culpable y con cadena perpetua, sus
pensamientos tronchados (probablemente asesor presidencial o titular de la
secretaría de educación), actualmente subalterno del preboste, lacra de la
moral anti espiritual y asesino involuntario. En el armario guardaría vestidos,
maquillajes y pelucas (nadie se salva) mientras jóvenes atracadores, matones de
barrio, microtraficantes y violadores inescrupulosos terminen por suplantar a
su amada desaparecida.
-FIN-
Esta historia
fue originalmente editada a finales de septiembre del 2007 y publicada en 2011
en el periódico de sátira digital PaLocos…
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